Banquito

Había en la cocina un banquito de patas metálicas y tapa azul cuadrada.

En mis tambaleantes primeros pasos yo iba hasta la cocina y me agarraba del banquito, que me quedaba más o menos a la altura de mis hombros. Era mi pista de aterrizaje, mi puerto de destino.

Una mañana fui caminando (bah, caminando… si así se le puede llamar a mis pasitos de borracho) hacia él y cuando fui llegando, dejé caer mi cuerpo, con los brazos extendidos, como siempre lo hacía, sólo que esta vez calculé mal… y terminé aterrizando con la esquina de mi ojo derecho. De milagro no me reventé el ojo, pero se me hizo un «chichón» inmediatamente, que me duró varios días.

 Mi mamá me compró una pomada con un olor muy fuerte, que me ponía dos veces por día hasta que bajó la hinchazón.

Ese fue el segundo accidente que tuve en mi infancia.