Esa era mi gran duda.
Había un gato… de alguien, en el conventillo, que se paseaba muy orondo sin que nadie perturbase su impasible orgullo gatuno… hasta que un chiquillo que casi no sabía caminar lo miró y sintió una curiosidad. Es claro que ese chiquillo era yo.
Curiosidad: ese estado del ser que funciona como un imán inexorable que lo atrae hacia cosas, personas y lugares que portan algún tipo de misterio, real o ficticio, pero cuya atracción nos hace correr riesgos innecesarios, locos, hasta suicidas, con tal de satisfacer esa curiosidad.
Y yo casi me muero por causa de eso.
Quería saber si los gatos sabían nadar.
Claro, un niño que jamás en su vida había visto nada ni nadie nadar, no sabía de ríos, mares, lagunas, ni siquiera piscinas… ¿cómo es posible que conozca el significado de «nadar» ? Pues ese niño era yo.
Entonces, una de esas aburridas tardes de siesta que ya mencioné, agarré al gato en el patio y lo llevé hasta una tina (tacho, palangana enorme para mí),
que se encontraba debajo de la bomba de agua. Aquellas bombas manuales:

La tina estaba unas tres cuartas partes llena, y ahí fui yo a colocar el gato en el centro.
Pero, para eso, yo tenía que inclinarme haciendo pivot en mi barriga.
Resulta que el gato, a pesar de pequeño, pesaba, e hizo de pesa en la balanza improvisada que había formado mi cuerpo, con las piernas casi en el aire por yo estar en puntas de pie, mi barriga como pivot y el gato adelante.
Cuando lo coloqué en el agua, el gato dio un salto violento, huyendo de la tina y yo quedé con mi cabeza sumergida en el agua, sin poder echar el cuerpo para atrás. O sea, me iba a ahogar.
En eso pasaba una vecina, Ofelia, que me vio y acudió en mi ayuda, sacándome de la tina, después de haber tragado una buena cantidad de agua al haber tratado de respirar o de gritar, o ambas cosas.
No conseguí saber en ese momento si los gatos nadan. Sí supe que cuidan muy bien de su supervivencia.
