Esta etapa merece su propia página.
Como dije anteriormente, yo entendía TODO, absolutamente todo lo que me decían, sólo que, al no saber hablar, no podía responder o comentar nada. Era una sensación de impotencia, de impaciencia, bastante incómoda.
A medida que podía articular algunos sonidos guturales que no fuesen llorar, mi esfuerzo por hablar era cada vez mayor, así que, cerca de los dos años de edad ya comenzaba a pronunciar muchas sílabas.
Cuando mi papá compró el libro ¡UPA! yo comencé a acompañar la lectura juntamente con el lenguaje, asi que puedo decir que a los 3 años yo podía hablar bastante bien. Según mis recuerdos y también lo que futuramente me contara mi mamá yo no hablaba «como bebé», sino que pronunciaba correctamente las palabras.
Recuerdo que uno de los niños del conventillo se llamaba Andrés, nunca supe hijo de quien era. Él tendría unos 6 años, pues iba a primer grado de la escuela primaria. Se supone que es ahí que aprendían a leer y escribir. La casa de él era por tras de una pared divisoria, cuya disposición no recuerdo claramente. Sólo sé que otro de los niños del conventillo se burlaba de él, cantándole una «cancioncilla» que decía así:
«Anddés, Anddés, tulo al devés… pata pa’ diba, cabeza a los pies».
Lo cual lo enfurecía e indignaba a sus padres.
Un día la mamá estaba enseñándole… o por lo menos intentándolo… a formar una palabra deletreándola. Y le preguntaba insistentemente así;
«-¿Pe-a-te-o?¿Pe-a-te-o?
¿¿¿Pe-a-te-o???«
Yo me cansé de escuchar esa insistencia, entonces le grité, del otro lado de la pared:
«Pe-a-te-o ¡PATOOO!»
A lo que la mamá le gritó «¿Viste?, ¡hasta él lo sabe y vos noooo!»
La verdad es que cuando escuché que la mamá le gritó y lo regaño, me senti culpable y me arrepentí de «haberme metido en lo que no era asunto mío.» Bien, esa también fue la primera vez que hice algo así… y también repetí eso muchas veces en mi vida.
La vecina que era muy amable conmigo era Irma. A los 3 años yo ya correteaba por el patio y, cuando ella volvía de trabajar yo iba corriendo a encontrarla. Ella me alzaba en sus brazos y me hacía «el avioncito», o sea giraba sobre su cuerpo, haciéndome «volar».
Después que hizo eso un par de veces, cuando llegó del trabajo le grité sonriendo:
«-¡Imichela! ¡Volando, volando! ¡Dos minutos!» , como queriendo decirle que no iba a tomarle mucho tiempo darme esa alegría.
Cuando las vecinas me vieron hacer eso exclamaban sorprendidas «¡Ay, miralo! ¡Qué amor!»
