Cuando tenía 3 años comenzaron mis problemas de salud.
Después de la «patada» de la radio y del golpe en el dedo con la llave inglesa, que fueron accidentes, mi siguiente incidente de dolor físico fue la inflamación de mis amígdalas. O sea, tuve amigdalitis.

De nuevo al hospital de niños.
Recuerdo cuando entré al «quirófano». Las comillas van porque era una sala de no más de 2,5 por 3 m máximo. Tenía un sillón, donde el médico me hizo sentar, una lámpara con brazo articulado y un salivadero, como el de los dentistas. Ahora que lo pienso, más parecía un consultorio de dentista que un quirófano.
Comenzó pidiéndome que abra la boca, ahí con una aguja enorme me inyectó anestesia en varias partes de la boca y la garganta. Yo ya comencé a llorar.
Entonces el médico comenzó a meter en mi garganta un alicate y unas pinzas. Comenzó a cortar mis amígdalas y, por cada vez que cortaba un pedazo y lo retiraba con la pinza, me pedía que escupiera. Lógicamente, yo escupía sangre. Yo no paraba de llorar, pero hacía lo que me pedía, obedientemente.
Cuando terminó, yo tenía la boca hinchada y durmiente por la anestesia y la operación. El médico le dijo a mi papá que me hiciera chupar hielo y que me diera helado para comer. Esa era la única parte «buena» de todo el incidente.
Al otro día, yo estaba en la cama acostado y mi papá llegó con unos globos, atados a un delgado palito largo, cantando y riendo «-¡La bandera! ¡La bandera!»
