Tía Delia y tío Edmundo

 

¡Tía Delia! Una de las personas más maravillosas que conocí en mi vida, por múltiples razones. Para mencionar sólo algunas de sus cualidades más destacadas, podría comenzar diciendo que era linda. MUY linda. Por fuera, con su rostro de juvenil madurez y por dentro, con un alma capaz de abarcar galaxias enteras con su amor y comprensión.

Culta, MUY culta. Perdóname, pero no puedo evitar colocar el MUY en destaque de sus cualidades… es imperioso. MUY inteligente. MUY objetiva también, muy organizada, una madre-líder que no conducía su hogar: lo CONSTRUÍA constantemente.

Su dicción y locución eran las de un orador profesional, JAMÁS una palabra soez, JAMÁS un improperio, un insulto. Regañaba a quien debía cuando debía por lo que debía y sus argumentos eran simplemente irrebatibles, aunque SIEMPRE estaba dispuesta al diálogo.

Ya lo sé… muchas mayúsculas, pero merecería muchas más, porque su personalidad era mayúscula. Su cariño obligaba a devolverle cariño Y respeto.

Así es como la veo retrospectivamente.

En lo personal, ella prácticamente no hacía diferencia entre sus hijos y yo, que era el hijo (adoptivo… dicho sea de paso) de la hermana más «joven» de su mamá. La verdad es que ella, su mamá (la tía «Tatata») y sus hijos eran más mi familia que mis propios padres.

No lo incluyo a su esposo, el tío Edmundo, porque él era más distante, además porque él trabajaba fuera de casa (era gerente en YPF) y el tiempo de convivencia con él, cuando yo estaba en su casa era relativamente poco.

Tío Edmundo tenía una voz grave, de bajo profundo, que Marcelo, su hijo, heredaría y tenía una cualidad que yo admiraba mucho, aunque era MUY difícil que él accediera a manifestarla: Tocaba tangos maravillosamente en el piano.

Tenían un piano de cola en la sala, que yo veneraba, principalmente cuando tía Delia se sentaba y tocaba. Dejé esta cualidad de ella para el final, porque era algo que  simplemente me transportaba, me sacaba de este planeta y me remontaba a no sé qué universos. Tocaba Chopin, Schubert y otros compositores clásicos con maestría admirable. Curiosamente, la única obra que recuerdo con nombre y detalle, entre las que ella tocaba era el Impromptu 90 de Schubert.

En esa casa pasé horas, no: días, semanas gloriosos de diversión sana y compañía de la más amena. En las próximas páginas contaré algunas anécdotas de esas «visitas» mías a su casa, que a veces, como dije, duraban semanas.

Scott

Geloso